La devoradora
—Anoche salí de la comisaria casi a la misma hora a la que debería haberme levantado a prepararle el desayuno a mi familia. —«Este caso me está devorando. No estoy preparada para algo tan grande. Gente que desaparece sin dejar rastro por doquier. Acabaré volviéndome loca si seguimos este ritmo, ya van más de treinta personas desaparecidas», opinó Lucía sumergida en sus pensamientos. Era de esas personas que callan más de lo estrictamente necesario; aunque en esta ocasión le parecía más que justificado puesto que no quería que en el equipo se propagara el desánimo como la peste. —Así que sí, me apetece ese café tan rico que preparas. —Le guiñó un ojo a la chica nueva para camelársela y que le sirviera parte de su dosis de cafeína habitual; algo así como el doble de los cafés necesarios para mantener a raya los bostezos.
La chica nueva postergó el papeleo en el que se hallaba sumergida, acató su deseo y le sirvió sus pensamientos en una taza.

Lucía bebió el café casi de un trago delante del panel de personas desaparecidas. Sintió un vahído repentino que achacó al cansancio y la falta de horas de sueño. Se frotó los ojos. La sala parecía más y más grande tras cada parpadeo. Pensó que debería irse a casa a dormir unas horas para luego retomar el trabajo con fuerzas renovadas, pero antes se impuso sentarse un poco hasta que se le pasara el malestar. Sintió que la distancia entre su mesa de trabajo y el panel se había duplicado. Subió a su silla de puntillas. Hizo el amago de reposar su cabeza sobre la mesa, pero le supo lejana e inalcanzable. Se tapó los ojos con las palmas de las manos en una caricia helada. Retuvo los párpados. Los abrió para contemplar los ojos sin alma de la gigante que le decía con sorna:
—¿Se encuentra bien? Toma demasiado café, ¿no cree? —dijo de forma sentenciosa.
—Yo…
—Yo yo yo yo, siempre es yo yo yo —interrumpió con arrogancia—. ¡Nunca le han dicho que beber demasiado café no es saludable! —Estalló en una carcajada lujuriosa.
Lucía tenía el tamaño de un alfiler cuando saltó de la silla para huir del monstruo que se acercaba. Al chocar con el suelo hizo el mismo ruido que un vaso de cristal al caer y, se rompió por fuera dejando tan solo unas gotas de café como rastro.
La nueva limpió las gotitas con un pañuelo, olió su trofeo, se lo guardó en el bosillo del pantalón y se sentó en su escritorio para continuar con su papeleo.
Alicia Adam