El buitre. I. Sombras rojas

CAPÍTULO I

Le hablaban las sombras rojas, aquellas que emanaban sangre como si fuera sudor. Reclamaban justicia: que sus voces silenciadas y sus cuerpos mutilados y mancillados de mil maneras posibles fueran enterrados en camposanto.

Hablaba solo, eso pensaban todos. Cuchicheaba a la nada y nadie contestaba. Lo tachaban de loco. Un asqueroso pervertido, que raptaba, mutilaba, asesinaba y que, durante todo el proceso practicaba toda clase de perversiones. Frío, calculador y con una infancia difícil. La prensa había dado bombo y platillo a historias maquilladas para provocar mayor sensacionalismo. De su mascota atropellada por un conductor que se había dado a la fuga, escribieron que: «a los ocho años asesinó a su perro, lo estranguló, ató a la bicicleta, y luego, pedaleó durante horas esparciendo los restos por varias manzanas».

Al caer la noche, escuchaba improperios de gran calibre procedentes de algunas celdas vecinas, los gritos procedentes de la tierra roja donde yacían los cuerpos abandonados a los carroñeros y el sonido que hacía su corazón al resquebrajarse en pedacitos, que secretaba por la comisura de sus ojos. Cada mañana, la almohada lucía un rastro de su vaciado como un sello coronado en tinta granate y pestilente. Se podría por dentro.

Todas las mañanas recibía la visita de los inspectores que dirigían el caso. Uno era un hombretón con voz aterciopelada y manos ásperas. El otro parecía su reflejo, sin voz ni voto; era poco más que una proyección silenciosa que portaba una grabadora y tomaba toda clase de notas.

El primero, pasó por alto las formalidades de las primeras entrevistas y fue directo al grano.

—Las familias andan presa del dolor y la tristeza, no cree que debería… —La voz apresada le interrumpió.

—Tristeza, ¿me dice? Sé que es. Tristeza es ese estado en el que te sumerges cuando nada parece suficiente. Tristeza es caminar despacio mirando al suelo, porque no quieres contemplar tu reflejo en las cuencas de quien tienes en frente, dispuesto a matarte por pura diversión. Tristeza es no querer despertar porque si despiertas te das cuenta de donde estás y lo que hay a tu alrededor: barrotes, mala leche y poco más. ¿A esa tristeza se refiere? —preguntó de forma retórica, antes de continuar sin esperar réplica de la voz blanda. —Yo no maté a esas personas, y lo sabe, tengo cuartada y eso también lo sabe. Aun así, a usted poco le importa que esté en la cárcel por delitos que no cometí. —«De hecho, le viene estupendamente tener un culpable entre rejas», pensó.

—Pero sabe dónde están enterradas las víctimas e imagino que también quién lo hizo —afirmó con tanta autoridad como le permitía su voz.

—Claro que sí y el número de la lotería que saldrá esta noche. ¡Sáqueme de aquí! —impuso con determinación, como si la decisión dependiera de la firmeza de sus palabras.

—Es muy sencillo para usted, dígame donde las enterró. —La voz blanda extendió un mapa en la mesa delante de sus narices.

El prisionero observó el cambio en el uso del lenguaje del entrevistador, pasó en cuestión de segundos de «dónde están enterradas» a «donde las enterró». Si le daba lo que pedía lo sepultaría en la cárcel de por vida. «Sin cuerpo no hay delito de sangre», se dijo.

Recordó como había cambiado su vida. Pasó en lo que le parecieron fracciones de segundos de estar sentado delante de la caja tonta con una cerveza, a abrir la puerta a un par de maderos que se presentaron para que les asesorara en un caso abierto, a ser acusado de ser el asesino en serie: el Buitre. Las manos que le pidieron ayuda, fueron las mismas que lo esposaron.

Una de las víctimas se presentó ante él, llorando lágrimas rojas y reclamando que señalara en el mapa donde se hallaba su cuerpo inerte. Lo amenazó con arrástralo hasta la locura, una vez más, si no atendía a sus requerimientos.

Si hablaba estaba muerto. Sopesó sus opciones: ¿Muerte o cárcel y locura?

—No tengo nada más que decir —zanjó el prisionero.

 

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